I

Hay palabras que no nacieron en España, pero son de nuestro español. Su contundencia es tal que en vez de constituirse en sombras del pasado, iluminan con su contenido el presente. Son joyas del léxico que debemos pronunciarlas y escribirlas a como debe ser.

El náhuatl es tan rico que no pereció cuando vinieron los españoles: más bien vivificó la nueva lengua, porque los conquistadores no hallaban cómo nombrar lo encontrado a su paso, pues les estaba vedado: su idioma acababa donde empezaban las abundantes maravillas. Y a esa tarea nuestros ancestros se acometieron como Adán, para comunicar perdurabilidad a su civilización, tan valiosa, tan pletórica y tan sabia.

Y le dieron nombre a los poblados, a los cerros, a los ríos y lagos, a los volcanes, a los mitos y a los frutos, a los árboles, a la increíble botánica y a los fantásticos animales que estaban fuera de toda la zoología conocida del Viejo Mundo….

Hay muchas razones por las cuales celebrar el Día del Idioma Español, porque es la base de nuestra cultura, bien asentada gracias a los cimientos de nuestras lenguas precolombinas. Sin embargo, en la vida diaria, ¿cómo se traduce esta fiesta por la lengua común?

Algunos académicos hablan de “préstamos” prehispánicos, pero son parte de la savia del idioma. Todo vocablo del unificado torrente oral o escrito es consustancial con la esencia de lo que declaran. ¿Qué palabra hay en el mundo, de los idiomas vigentes, capaz de sustituir la voz Chocolate?

El término es mundial. Y nosotros en Nicaragua no solo contamos con la palabra sino con el árbol entero, el cacao y las diversas formas expresivas de su procedencia náhuatl: Xoco, amargo, agrio. Y Atl, agua. La famosa bebida de chocolate nativa.

La recuperación de la palabra autóctona es deber de quienes hablamos el español.

Decir por ejemplo Chacocente no es no apropiado. Es Chococente. Costa, playa de anidación de tortugas en Santa Teresa, Carazo, que por efecto del sol, tras el desove, parte de los huevos se pierden, sintiéndole en el ambiente un penetrante olor a choco.

Es lo que la gente dice, cuando se descompuso una comida: “frijoles chocos”.

Las palabras son también sonidos de la inteligencia y de su misma grandeza, aunque no siempre entendamos plenamente el por qué de la vigencia de algunos términos que se resistieron a perecer molidos por la ignorancia de los más doctos, aquellos que dicen ser los guardianes del idioma. Y aquí estamos frente al misterio de nuestro mestizaje verbal: que todo lo dicho por el pueblo, goza de sentido. Nadie dice ante un delicioso desayuno con leche fermentada: “¡qué rica leche choca!”. Es leche agria. No hay un niño que coma un banano choco, pero sobran los cipotes que degustarían un delicioso chocobanano.

Todo esto es parte de la riqueza Hispanáhuatl del Español.

II

¿Qué ha pasado en Nicaragua? ¿Hemos sido baluartes de nuestro patrimonio lingüístico o nos hemos quedado mudos y sordos ante los salvajes decibeles del mercado y de la ignorancia letrada?

Algunos de nuestros intelectuales han sido más que dóciles, como quedó demostrado durante la administración Bolaños (2002-2007).

Miremos a México. Por mucho tiempo, cuando se referían a la capital, la distinguían del país con México DF, de Distrito Federal. Pero era MéXico.

EN 1815 la Real Academia Española, en la Ortografía de la Lengua Castellana, instruyó que las palabras que se escribían con X, debían sustituirse con la J.

La página Vocabulario MX, precisa que “La academia de México jamás se sometió a esa regla y mantuvo su nombre oficial. Nunca aceptó que su país se escribiera con J”.

Ahora, los mexicanos llaman Ciudad de México, o abreviado, CDMX. Por donde se le vea, la X le otorga una distinción a la altura de Moctezuma.

Y es que la Academia como los diccionarios no tienen la última palabra. Puede que a ciertos oídos “refinados” suene a populismo, pero los pueblos son los que vivifican el idioma: imaginan, crean, nombran.

Los mexicanos se sienten orgullosos con su X, aunque no “respeten” a la “autoridad del idioma” ni al Rey Alfonso X.

El Sabio, con la norma Alfonsí de la escritura del siglo XII, estableció que el sonido sh, debe escribirse con X, cita la página. Mas con el tiempo, dejó de sonar sh, por la j.

El punto es que la X mantiene los significados originales, o lo que los españoles escucharon de boca de los americanos para adaptarla a su vocabulario.

Xiloá y Xolotlán parecen mantener las conclusiones hispanas de la norma medieval Alfonsi y la decimonónica RAE, pero sin renunciar al legado nacional: J para Xiloá y sh, para Xolotlán.

Lo más importante es que los managuas, el pueblo, decidieron defender, ¿consciente o inconscientemente? la X que no naufragó en las centurias precedentes, sobre todo que nadan en las aguas de Atl. Prefiero decir, consciente, porque fue una actitud ingeniosa, además de decantarse por la X significativa, auténtica, fundamental de nuestra habla prístina.

Los granadinos han querido como qué a su Xalteva. Imagínense escribirla Jalteva. ¡Qué diferencia visual, ortográfica e histórica! Sería una agresión a la memoria de nuestros padres comunes y un flaco servicio al español.

Pero, ¿por qué el hermoso nombre Xilotépetl devino en un disminuido Jinotepe? ¿O el barrio indígena Xalata, de Masatepe, por Jalata? ¿Qué decir del Xalapa verdadero, por Jalapa?

Es probable que los que se consideraban de sangre noble o “distinguida familia”, rechazaran todo lo que oliera a “indiada”. Y se acomodaran mejor a una dicción que no se correspondía con la sh pura sino con lo que con desprecio pronunciaban: una J mal encajada en esas espléndidas toponimias como el Cerro de los Vientos.

El lema del país exalta lo genuino: “Nicaragua. ¡Única y original!”. Y esa originalidad empieza con el respeto a los nombres iniciales que hacen única a la patria.

Sería loable que la Asamblea Nacional, en consulta con las poblaciones locales, impulsara un proyecto de defensa del idioma y sus encantos nativos para devolverle la legitimidad a lo que nuestros antiguos crearon.

Es parte de la riqueza nacional, y por supuesto, apuntala los atractivos turísticos de la nación.

Esto significaría unificar con una norma el empleo de la X y otras expresiones de nuestros primeros habitantes a como debe ser, porque somos un Estado, pero además, por respeto a la Constitución que en el artículo 5 propugna “el reconocimiento a los pueblos originarios y afrodescendientes de su propia identidad dentro de un Estado unitario e indivisible”.

En ese orden, si Xiloá, Xolotlán, Xilonem y Xalteva conservan la oriunda X de los pueblos mexicanos que poblaron Nicaragua, ¿por qué no debe escribirse Xinotepe?

III

Una muestra de cómo debe defenderse nuestra nacionalidad o como atacarla o empobrecerla, es la desconsideración total de la “casta” con El GüegüenCe.

Graves errores cometió el gobierno conservador de Enrique Bolaños y la Asamblea Nacional. Uno de ellos, el Decreto A.N. No. 4456, probado el 31 de Enero del 2006 “que declara al GüegüenSe como patrimonio histórico cultural de la nación”.

Los titanes culturales del país como Pablo Antonio Cuadra y Fernando Silva escribieron Güegüence como es su escritura legítima: C, y no “s”. José Martí hace una referencia del nombre auténtico. Silva siempre defendió el orden náhuatl, no el desorden antihispano.

La partícula Tzin, el, es un sufijo reverencial que exalta la calidad del güegüe, que significa viejo. En este caso no se trata de cualquier viejo; es el protagonista, es El Viejo, de ahí su nombre Güegüetzin, de donde nace Güegüence.

Nunca el náhuatl facilitó el Tzin venerable para designar gentilicio alguno. Güegüence no surge de Nicaragüense. Nada que ver. Este fue el colosal yerro de la casta –uno más a la larga cuenta de la Calle Atravesada en la historia– que ostentó el poder con Bolaños.

Nos remitimos a PAC. El poeta dejó bien clara la diferencia en su libro “El Nicaragüense” con solo el título de su ensayo: “El primer personaje de la literatura Nicaragüense: El Güegüence”.

Nuestro Idioma Oficial es el Español, y así lo ordena nuestra Constitución, no el libre mercado; no es el lenguaje del comercio, de la moda o de la política. En este caso, la “moda comercial” se impuso, borrando su nativo soporte Güegüence, por Güegüense, y así el gazapo se volvió universal cuando la Unesco, por culpa de la “sacrosanta alcurnia” en el poder, declaró la obra Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad en 2005.

A nadie se le ocurre llamar Sochil a Xochilt ni mucho menos Silonen a Xilonem como tampoco Solotlán al Lago de Managua.

Se puede entender que una palabra cambie por el uso que las distintas generaciones le vayan dando y los cambios propios de toda sociedad, como pasó con el medieval agora. Es explicable: tardó varios siglos en convertirse en ahora, aunque haya zonas rurales donde mantiene su inaugural sonido peninsular.

Lo que no es explicable es cómo algunos “sabios” derraparon ante la arremetida del metálico dios Mammón –que se pasó llevando al Ferrocarril del Pacífico de Nicaragua–, y la frivolidad derivada que descarriló en menos de una década el formidable nombre de El Güegüence.

Sin duda que si hubiesen nacido en la patria de Benito Juárez, hoy la nación azteca se llamaría MéJico.

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