No se puede retomar algo que nunca existió. Eso no fue diálogo.
Llevaron al gobierno a su guarida y lo sentaron en el banquillo de los acusados pretendiendo su rendición. El golpista Rolando Álvarez (obispo de Matagalpa), que a su vez era uno de los "mediadores", leyó el Acta de Capitulación mediante la cual pretendían desmantelar el Estado.
En un claro menosprecio, y con el mayor cinismo de quien viola consciente y flagrantemente el ordenamiento jurídico de nuestro país, querían reformar la Constitución de una sola sentada, modificar de igual forma leyes de rango constitucional, destruir la Corte Suprema de Justicia; instalarse en el Consejo Supremo Electoral para robarse las elecciones que no pueden ganar con el voto popular... En fin: el diálogo fue una jornada de odio contra este Estado Nicaragüense, el único que ha protegido y tutelado los intereses de esas mayorías que ellos han contribuido a empobrecer.
También fue una vergonzosa demostración de su ignorancia en materia legal y de procedimientos jurídicos o del nulo valor que le otorgan al Estado de Derecho. Fue como su cartita al Niño Dios cargada de ilusiones funestas, de sueños golpistas, del deseo profundo de volver al poder de la mano de los ricos pro imperialistas pero sin asidero en la vida real.
Pusieron como condición –sin tener la fuerza ni el respaldo popular para poner condiciones– el acuartelamiento de la Policía y el Ejército. Daniel aceptó en un gesto de buena voluntad que permitiera alcanzar acuerdos y así se fueron envalentonado y subiendo de tono sus exigencias, sus caras agrias y sus gritos.
Una vez acuartelados los policías, los obispos se sintieron fuertes para llamar desde los púlpitos a no tener miedo, a dar el paso adelante en el crimen, la tortura, a sitiar ciudades y pueblos con los nefastos tranques, los que además convirtieron en centros de tortura, secuestros, violaciones y todo tipo de escarnios a la ciudadanía, entre los que se incluye desnudar a jóvenes sandinistas. A quemar instituciones y a destruir el patrimonio cultural y arquitectónico de la nación. Eran Atila encabezando y representando a los hunos.
Ellos mismos caminaron hacia el despeñadero y se labraron un profundo desprestigio del que difícilmente se podrán recuperar.
Mientras tanto, Daniel nos conquistaba cada vez más y la pistola que le pusieron en la cabeza en el Seminario Nacional se convirtió en una oportunidad para medirlo y valorarlo como un líder capaz de mantener la mesura, la calma, la sensatez frente a una jauría de vociferantes desesperados y ansiosos por arrebatarle el poder de la única forma que pueden hacerlo: mediante un Golpe de Estado planeado y financiado desde Washington.
Para mayor ignominia, estos que han pisoteado y mancillado el azul y blanco de la patria, soñaban con que en Septiembre ondeara la bandera del filibustero yanqui agresor consuetudinario. Pero el Andrés Castro que todos llevamos dentro agigantado se levantó para defender nuevamente –otra vez– la soberanía de nuestra nación, como aquel 14 de septiembre de 1856.
¡Ningún diálogo con la mediación de los curas golpistas!
Jamás volverán a acuartelarnos.
Queremos la Paz pero no la de los sepulcros que es la que nos ofrece la Conferencia Episcopal.