I
La voz más nicaragüense se nos queda en el habla con su mejor acento: Fernando Silva. El habla que es el alma nacional de nuestro español. Esa sonoridad, esos ritmos que el oído fino, musical y augusto del escritor tomó del acervo del pueblo y nos lo platicó y nos hizo, como nadie antes, conciencia –a través de la persuasión del arte– de entrar en un diálogo con lo más hondo del ser nicaragüense.
El doctor Silva, el lírico, el pintor, el hablador, el nahuatlista, el lingüista, el sabio, el que más comprendió a El Güegüence, nació a orillas del agua, en su Granada del tiempo; El Cocibolca y el Río San Juan asoman sus olas, brisas, corrientes y raudales en la narrativa de este retratista, hábil constructor de esos escenarios que después llegarían a conocerse a través de la pintura primitivista, solo que en él también se oyen los vientos primigenios que soplan en su magno trabajo de letrado e investigador; la furia líquida, la fuerza de los elementos y la magia de entenderlos por esos personajes del creador que prolongan nuestro mapa en la carne y en la sangre, aun cuando el paisaje parezca “un espejito empañado”.
Al retratar con vigor el ambiente lacustre y fluvial, se desplaza con brillo a ponernos minuciosamente, con su mirada cinematográfica, ante un pueblo compuesto de múltiples historias; hombres y mujeres donde todo pareciera respirar más seguro que la misma tierra firme, porque esas generaciones no se reconocerían en otro ambiente que no fuera el lago, el río, la lluvia: esa mar dulce interior que Fernando descubre, relata y nos hace ser parte: o ser otro afluente…
Notable intelectual, no fue veleidoso, porque estaba a miles de años luz del engreimiento. Siempre respaldó a la Revolución en uno de los frentes más sensibles: el de salvar a los más chiquititos.
Por ese don de humano grande, Silva no abjuró del Sandinismo y se sintió muy identificado con el proceso del FSLN en la buena hora de su mayor eficacia en las sendas de la solidaridad y del cristianismo en estos Nuevos Tiempos.
Un autor que creyó en la justicia y su difícil realización, porque cualquier operación donde los mortales pongan mente, corazón y manos nunca sumará trascendencias celestiales, sino terrenales, imperfectas, igual que un poema, “Mientras agonizo”, “El Ciudadano Kane”, La Pietá, y sobre todo, la vida real. La diferencia está en la convicción de hacerlo, y él se entregó sin acudir al cálculo mundano. Fue un sincero.
Y por tanta sinceridad, empleó sus talentos también para desentrañar la Historia Nacional, nuestra Cultura y nuestras raíces, apartándose de patrones insolventes. Era su búsqueda de la justicia la que lo llevó a ser un prolífero escritor, legándonos volúmenes como “La lengua de Nicaragua, Pequeño diccionario analítico”.
Talentoso de la palabra, queremos ilustrar su pasión por lo nacional porque, leyéndolo, uno se convence de que todo lo nuestro nos narra, incluso hasta en lo que degustamos.
Veamos qué nos habla del Nacatamal. “Del náhuatl Tamal, li: tamalli”. Ahí viene bien amarrada y muy envuelta una historia reivindicada que nos diferencia de otros pueblos: que todos en la diversidad somos ingredientes necesarios, para mejorar el sabor nacional. Tras hacer un repaso de esta concentrada seducción sabatina del paladar y sus variantes en otras partes de América, don Fernando concluye:
“Yo creo que hay mucha razón para afirmar que el vocablo nacatamal es exclusivo de la lengua nuestra; y que la razón que lleve carne en su composición (carne de cerdo y tocino), no es el único motivo, también lo determina el que la carne, indistintamente, puede ser de cerdo, de cusuco, de pollo, de guardatinaja, etcétera; y además que en su preparación se cumplen algunos secretitos propios que le dan ese gusto particular que tiene, por ejemplo: el chile congo, la naranja agria, la cebolla encurtida, y hasta la soasada de las hojas de chagüite y lo mismo que la técnica de la amarrada de la talega, que se hace en dos vueltas de mecate de plátano. Hay que repetir, no se puede menos, que algunos han dicho que el nacatamal se le pone aceitunas, porque originalmente llevaba en su composición jocotes…”.
II
El arquitecto del texto “De tierra y agua” es el primero que nos anuncia a voz en cuello, con datos en la mano y con las investigaciones del finado Carlos Molina Argüello (Archivo General de Indias) que el Cacique de Nicaragua, indocumentado durante siglos, tiene un nombre y no es el del territorio que dominaba a la llegada de los conquistadores: Macuilmiquiztli o Cinco Muertes en náhuatl.
Nicaraocallí, me dijo, es un nombre que ni siquiera aparece en los códices. Fue más bien producto del error del diplomático estadounidense Efraín Squire, que copió lo que él trató de entender de un documento borroso.
Ciertamente, su nombre pudo haber sido quemado en la pira que los españoles hacían con los registros de nuestros antepasados y ya más a nadie le importó conocer cómo se llamaba este jefe sabio, dando inicio a la triste tradición que ha roto, gracias a Dios, el Sandinismo.
Antes únicamente el de “distinguida familia”, la elite, tenía nombre y apellidos, y merecía atención y respeto –Gil González Dávila–. Del indio o del pobre –los Macuilmiquiztlis– nadie se acordaba sino para el desprecio. Ahora que los excluidos son nombrados, sus hijos talentosos son becados y deciden con sus votos, “no hay democracia”.
Para ser justos, y recordando al doctor Silva, en aquel histórico encuentro de la mañana del lunes 14 de abril de 1523, ahí estaba Macuilmiquiztli, una verdadera premonición humana, porque su gracia provenía de la cosmogonía azteca: Cinco Soles (o eras) que han transcurrido desde el principio.
Macuilmiquiztli cargaba sobre sus hombros una profecía que se cumpliría al pie de los códices: América ya no sería la misma.
III
Quizás no sabremos hasta qué punto hemos perdido a un gran cultor de nuestra nacionalidad, pero podemos entresacar otro acierto de don Fernando que apunta en esa dirección: su erudita pasión por nuestro Patrimonio Intangible de la Humanidad, tanto que reelaboró creativamente esta pieza teatral y danzaria, ubicándola en nuestra época: “La historia natural de El Güegüence”.
El escritor era versado en la cultura precolombina y para ofrecernos su Güegüence, escudriña el pasado de las palabras autóctonas y bien que era el único de los estudiosos que logró una traducción fiel del escrito original.
Para darnos una idea, relata que en los años 40 laboraba en su casa de Granada una señora, la María Bonilla. En una ocasión, cuando leía oralmente El Güegüence en lingua franca –la última resistencia del verbo amerindio para no hablar estrictamente el idioma de los vencedores–, aquella señora del Valle de la Laguna empezó a sonrojarse.
Al notar su reacción, el joven observó que aún en esa época había gente que comprendía la sustancia de las expresiones ancestrales. Con mucho ruego, le pidió que le fuera diciendo aquello que entendía. Ella “le confesó” que “lo hacía ignorando o desviando a propósito algunos significados que le resultaban muy obscenos”.
“Con todo y todo, tuve el cuidado de anotar varias frases y expresiones, palabras y decires en su propio original, que ahora me están sirviendo mucho de apoyo para esta traducción mía”.
Entendido en la materia, es el maestro quien sale al frente en la defensa del nombre auténtico de El Güegüence y nos previene, por sus estudios especializados, que hay autores que someten el náhuatl a la gramática española, cuando es un idioma con sus propias normas.
Así, nos detalla que el original es Güegüentzin, de huehue, güegüe, viejo. Tzin, explica el escritor, es un “adjetivo sustantivo”, que “determina o identifica a la persona de la manera que se quiera, resultando que el vocablo tzintli, pierde tli, dejando precisamente la partícula léxica TZIN que corresponde fonéticamente con el sonido ‘ce’, siendo sufijo agregado al vocablo que lo determina, no solo como término ‘reverencial’…”.
Es decir, no es un viejo cualquiera, es El Viejo.
A pesar de estos hallazgos del doctor Silva, si es cierto que El Güegüence no fue derrotado por los españoles gracias a su ingenio y picardía, sí está siendo vencido por el mercado, la ignorancia y el capricho. No se puede confundir el gentilicio nicaragüense con El Güegüence.
El nombre es esencial. Designa y define. Es el título de una vida o de un país. Antes éramos “patio trasero” y su malhadado sinónimo que asume la derecha conservadora: “paisito”. Somos, gracias a Dios, Nicaragua.
Recuperar al verdadero Güegüence y a Macuilmiquiztli, porque no solamente se trata de simples nombres, es cimentar la historia, la cultura, y exaltar un cardinal valor de nuestra nicaraguanidad. Este sería uno de los mejores tributos a Fernando Silva.
Para empezar, no debería escribirse más el comercial Güegüense. Eso es otra cosa.