Un viajero se atrevió a explorar los resquicios de Managua, espacios donde la vida es otra vida y el mundo es otro mundo. Sin haber recorrido tantos kilómetros, miró que una puerta estaba abierta, se asomó despacio en aquella oquedad, y sintió en sus ojos un revoloteo de hojarascas que le nubló la mente.
"El bosque cierra sus párpados y me encierra”, imaginó haber leído alguna vez, en líneas difíciles del poeta Jorge Teillier. Pero valía la pena salirse del camino y sumergirse; si Emily Dickinson, en su propio bosque encontró ángeles mucho más tímidos que ella, el viajero podía encontrar cosas bellas imposibles.
Con su mochila llena de dudas, fue breve al caminar, llegando ansioso hasta aquel soñado lugar. Vio que la ciudad guarda en su memoria pequeños refugios, microcosmos donde aletean nuevas formas de vida, donde los rayos del Sol penetran las sombras del bosque.
Recorrió la amplia Avenida de Bolívar a Chávez, y se topó frente a frente con el Arboretum Nacional. Supo entonces que una vez que se descubre un lugar así y se entra en el, jamás podrá borrar de su memoria aquel inusitado recuerdo.
En este pequeño pulmón de la ciudad, literalmente se respira vida. En su interior “hay senderos que se bifurcan”, y te conducen hacia pasajes ocultos, que se transmutan como camaleones entre la vegetación.
En las tardes las parejas, huyendo del ruido de la ciudad, se pasean entre los helequemes y los cornizuelos de este fantástico lugar. Unos se refugian bajo las pequeñas glorietas, mientras otros prefieren conversar sentados en las bancas que se enfilan bajo los madroños.
Un arboretum que evoca magia
El viajero aprecia las raíces exaltadas de los árboles; raíces que emergen desde las entrañas de la tierra, inmensas, se extienden a veces por varios metros sobre el suelo, pareciendo brazos que se aferran a su entorno.
Cualquier paseo por el arboretum evoca magia. El viajero advierte siempre los pequeños hongos nacientes entre las cortezas; los cactus que son como los “señores raros” del bosque, con sus uñas largas que desgarran el aire y el agua durante los temporales de invierno.
El Parque Campestre, es esa otra dimensión donde se disfruta del hermoso paisaje que se abre como mostrándonos su magia, y a la vez muchos llegan a leer un buen libro electrónico en conexión Wifi, o bien entablan conversación con algún familiar o amigo lejano atravesando el ciberespacio.
Hay quienes llegan a desbocar la memoria y rodar los Déjà vu, viendo las copas tristes de los árboles. En el estío, los robles fuertes botan sus hojas, y el parque se inunda de nostalgia.
El escape hacia un mundo verde
Cualquier viajero puede dar un recorrido en los andenes que se encuentran con otros andenes, hasta perderse en el pequeño centro de este parque, y toparse con la vieja Catedral de Managua, cuya inmensa cúpula se divisa llena de cicatrices tras la arboleda.
Y si no encuentra lo que busca, el viajero sigue de un destino a otro, hasta reencontrarse. Hay muchos que viajan y se reencuentran, mientras otros viajeros simplemente se pierden.
Es fácil perderse en el Parque de la Divina Misericordia. Uno se sienta en una banca, y ve pasar la tarde, y al final es como si nunca estuvo allí. Se podrían pasar horas, viendo el viejo ceibo que baña de sombras la laguna artificial: correr el agua, correr "el tiempo entre costuras", como un velo que descubre lo inimaginable.
Los domingos suenan los campanarios de la iglesia. “Por quién doblan las campanas”, el cielo se llena de gracia, y enseguida el parque se enciende con la sonrisa de los niños. Luego de la dominical, vuelan como gorriones a comprar algodones de azúcar o rosetas de maíz a los vendedores ambulantes del parque.
Las chicas por la tarde, entre lunes y viernes, hacen fitness en el gimnasio al aire libre, y uno que otro ejecutivo se sienta bajo los árboles a leer el periódico, mientras los niños corretean en patines o bicicletas.
El zen, la utopía y las postales de verano
En una estación poco común, hay viajeros que aprecian la meditación. El Parque Amistad Japón-Nicaragua, verdaderamente encierra ese concepto místico, con sus simetrías encanta a los paseantes. Este hermoso sitio zen, guarda una historia milenaria y encierra una visión del cosmos.
No en vano cualquier visitante se encuentra las pequeñas montañas, que son como el eje del mundo. Además de las rocas, que representan el icónico Monte Shumi, dentro de esta escultura de la naturaleza, como la pensó García Lorca: ¡Verde que te quiero verde// verde viento// verdes ramas”.
Todo cambia y nada permanece, y como un día lo dijo un sabio filósofo: “Nadie se baña dos veces en el mismo río”, de igual forma la misma persona que entra en estos parques naturales, no es aquella misma que sale. Cómo nos transforma este pequeño mundo de cosas bellas!
En una visión perpendicular de Managua, el viajero llega a la cima como una utopía inquebrantable, desde allí puede apreciar la Laguna de Tiscapa; muchos turistas y fotógrafos aficionados suben la loma que lleva el mismo nombre, para captar la panorámica de este surrealista ojo de agua, como una bella postal de verano.