La recreación de Belén,  que se aprecia en todas las ciudades de Nicaragua, desde la Avenida Bolívar hasta el Malecón de San Carlos, Río San Juan, pasando por muchos hogares, evidencia el frescor de nuestras raíces judeocristianas.

Sería insensato, aunque no falta más de alguno, atribuir este florecimiento de ambientes navideños a una manipulación religiosa. Eso es tan burdo como acusar al Gobierno Sandinista de “manipular” a los fanáticos del deporte rey porque construyó el mejor Estadio de Beisbol de toda América Latina. Dígame usted.

Procurar esos preciosos detalles que comunican abiertamente la concordia de la inmensa mayoría de la sociedad, manifiesta un respeto por los sentimientos del pueblo nicaragüense.

Si existiera una sospecha de aprovechamiento político, nadie iría a los parques y avenidas donde se observan estas instalaciones.

Pocos recuerdan para estas fechas, que entre los Principios Fundamentales de la Constitución, figura el Artículo 5 que precisa, entre otros, que “Son principios de la nación nicaragüense… los valores cristianos, los ideales socialistas, las prácticas solidarias”, y esto se complementa con “los valores e ideales de la cultura e identidad nicaragüense”.

Es casi imposible separar una de las esencias del cristianismo de la piedad popular que se enraizó en la cultura de Nicaragua,  y se expande a través de una variada expresión religiosa.

Si bien es cierto que el artículo 14 dice taxativamente que “el Estado no tiene religión oficial”, la Natividad trasciende la religión: es el más hermoso regalo del Señor YHVH a los pueblos de la Tierra. Ninguna comunidad u organización humana es propietaria de los acontecimientos bíblicos. Ministrar no significa creerse dueños de la Verdad Revelada.

Isaías profetizó unos 700 años antes del grandioso prodigio en Israel: “Un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de paz” (9: 6).

Quien nació en un establo hace poco más de 2 mil años, no vino a fundar otro credo sino a restablecer el gran puente perdido entre Dios y la humanidad. Y al ser sacrificado en la cruz, Jesucristo se convirtió en el Sumo Pontífice, el único mediador entre el Creador y sus creaturas: hombres y mujeres.

La Natividad es precisamente eso: del latín Nati, Nacimiento y Vita, Vida. El Nacimiento de la Vida, el Verbo encarnado que habitó entre nosotros, Jesús. Ningún otro se ha atrevido a decir: “Yo soy la luz, la verdad y la vida”.

Mercado y leyendas

Creemos que hay una recuperación de la Navidad, en su sentido diáfano, en los significados universales que nos anuncian los Evangelios, pues el corazón de cada uno debe convertirse en ese pesebre para recibir la Vida que nos entrega, de gracia, el Mesías. Y ningún corazón colmado de arrogancia podría ser la rústica “cuna” del Salvador. Pues la escena de los Belenes nos evoca la humildad, no la soberbia ni la vanidad.

El diccionario de la Academia Española de la Lengua nos indica que el pesebre es “una especie de cajón donde comen las bestias”. Conviene recordarlo.

Pero más que el festejo tradicional, la presencia de la madre amorosa, la Virgen María y José, al lado del Niño, es la imagen pura de la familia en plena unidad. Es el mensaje más hermoso, tras la divina concepción y alumbramiento, que el Belén bíblico nos transmite, porque ahí no vemos a una pareja colmada de ira ni asoman rostros de amargura. En vez de un atisbo de enfrentamientos que dejan heridas en el alma, hay certezas de un tiempo mejor.

Esta es la Navidad de los que aman a Dios. Su gran protagonista es Jesús, no Papa Noel o Santa Claus.

Sin embargo, para no poca gente podría ser esta una época de confusión.

Por un lado están los que cuestionan el beneficio del mercado en estas fechas, pero nadie está obligado a acudir al comercio. Así ha sucedido desde siempre. La Managua antes del terremoto, ataviada de diciembre se lucía para la Navidad de una manera muy sentida.

La tragedia de aquel 23 de diciembre de 1972 quizás nos sensibilice en cuanto a la actividad comercial, el bullicio, aquel gentío que entraba a los establecimientos para buscar el regalo que darle a su niñita, a su pequeño; la delicia de los niños por los Santa mecánicos que se movían, saludando desde el escaparate del Almacén de Carlos Cardenal o la Tienda Alicia. O la alegría de ver al famoso personaje nada menos que de carne y hueso, interpretado por el masaya, don Melico Maldonado.

No se deben adoptar posiciones radicales. Muchas familias dependen de este trabajo. Es la “temporada alta”.

Por el otro, están los que condenan el 25 de diciembre. Pero aquí los antinavideños están divididos. Unos critican que Jesús no nació en ese día; que la Biblia no indica el año, etc.

Entonces, plantean que fueron los celtas, esparcidos en la Europa inmemorial, quienes celebraban el Solsticio, cuando los días son cortos y las noches largas. El Sol moría el 21 de diciembre, para renacer el 25. Así que, por cuenta de estos señores, hay que “respetarle” a la desaparecida tribu sus festivales solares.

La otra posición es que se trata de un culto iniciado, según esa leyenda, por Semiramis, madre y esposa, a la vez, de Nimrod, en la antigua Babilonia. Al morir, retoñó, no “renació”, en un árbol, el cual sería el origen del arbolito navideño.

Quienes se suman a estos planteamientos están en su derecho de decirle al mundo que está “equivocado”, “engañado”, que debe “despertar”….

No obstante, nosotros tenemos también el derecho de conmemorar el Nacimiento de Jesús, porque al hacerlo el 25, confirmamos que Dios se hizo carne. Declaramos que no es ningún mito, no es una superstición, es real. Tan es así que cambió el conteo de los siglos.

Cristo Jesús es Admirable por lo que hizo, por darnos las Buenas Nuevas y por ir al Gólgota a morir: el justo por nosotros, los pecadores.

Es Consejero en los momentos más cardinales de nuestra existencia.

Es Dios fuerte que nos protege, débiles mortales como somos, ante los embates que podamos sufrir.

Es Padre Eterno, en quien como hijos e hijas, confiamos absolutamente, sin sombras de dudas.

Y con Él no hay guerras, conflictos, rencores. Hay reconciliación. El odio desaparece de nuestros corazones. Por eso Él es Príncipe de Paz.

Este es el verdadero Espíritu de la Natividad.