De seguro que hay muchas navidades, y para todos los gustos, navidades diseñadas por los emperadores de la alta costura para lucir un atractivo “look” que puede ser de bajo costo, pero, eso sí, nada de ceder a ese estilo que a usted la ha caracterizado; es el mejor momento de proyectar una figura entre lo cómodo y lo sofisticado, sin abundar en el recargamiento: recuerde, usted no es ningún arbolito de navidad, se trata de ser únicamente la estrella de la Nochebuena…
Navidad de navidades, no todo es Natividad. Para unos es un asunto de pachangas, para otras la tendencia de la “temporada”, los “colores metalizados”, los escotes, los tejidos, y la manera de proyectar su estado de ánimo hasta con las uñas… En fin, ahí está esa navidad facturada por la fórmula básica de la oferta y la demanda...
Antes del terremoto de 1972, Managua se distinguía precisamente por el entorno claramente festivo, con los almacenes emblemáticos de antaño como Carlos Cardenal, Sears, Tienda Alicia…, la iluminación, los detalles y el mismo aire que dotaban a la Roosevelt y la 15 de Septiembre de su propia atmósfera.
Los Santa Claus se exhibían en los aparadores, algunos tiesos como muñecos que eran, aunque los había con movimientos mecánicos, pero a todos los derrotaba un Papa Noel de carne y hueso: don Melico (Manuel) Maldonado Bermúdez, famoso personaje de Masaya.
También algunos podrán cuestionar que el San Nicolás sea una incorporación tardía a nuestras navidades, un personaje postizo metido a la fuerza por el mercado y que desvirtúa la festividad más familiar, más sentida y más vernácula de nuestro país. Igual, criticarán la colocación de los arbolitos, una costumbre anglosajona que prácticamente arrinconó las manifestaciones latinas de nuestra cultura judeo-cristiana.
En la periferia de la Navidad como tal, nos alegran los villancicos y pastorelas, tan abundantes de originalidad; las Misas del Niño, la Misa del Gallo, los Nacimientos, los cafetales con los colores navideños, el verde de sus hojas y el rojito buscado por los cortadores. También contamos con la Navidad culinaria: gallina y lomo de cerdo rellenos, chompipes, sopa borracha, nacatamales…
Más que sus componentes culturales, mercantiles y religiosos, lo grandioso es la Natividad: el milagro supremo de todos los tiempos y que nos asegura a los hijos e hijas de Dios ser parte de la dimensión sobrenatural, donde para el Señor lo imposible no existe.
Sí, tan sobrenatural que siete siglos antes de que Jesús viniera al mundo, el profeta Isaías ya lo había escrito: “Porque un Niño nos ha nacido, un Hijo nos ha sido dado, Y la soberanía reposará sobre Sus hombros. Y se llamará Su nombre Admirable Consejero, Dios Poderoso, Padre Eterno, Príncipe de Paz” (Isaías 9:6).
Ahí está todo, lo demás son versiones de los efímeros que con su manufactura terrena ensombrece lo trascendente hasta reducirlo a lo ordinario, tanto que deben fabricar adornos, bombillos, instalaciones, esferas, guirnaldas, vestidos, piezas y accesorios de moda para lucir “el espíritu navideño”.
Claro, no es condenable, pero no debe cambiarse el centro de la excelencia por la tangente de la apariencia, el contenido por la forma.
Sí debemos admitir que la Navidad colindante con la Natividad es particularmente visual y sonora. Los magisterios de la creación compiten con pinturas, escenarios, decorados y partituras clásicas y populares.
En nuestra región nos encanta sobremanera su formidable musicalidad con su Cabellito Rubio, su Noche de Paz, su Gajo de Chilincocos, su Niño del tambor, su Adiós dulce niño, su Jingle Bells…
Sin embargo, existe la anti-navidad, esa de los fundamentalismos religiosos y políticos.
Hay quienes muy ortodoxos salen con que Jesús no nació el 25 de diciembre, y se extienden en sus alegatos como si la solución a los problemas de la Tierra dependiera de ello, cuando bien se sabe que ni siquiera nació hace 2016 años, sino cuatro antes.
Así se extravía el sentido de la Nochebuena, el significado del Pesebre, que la misma Real Academia de la Lengua nos lo recuerda sin ornamento verbal: “Especie de cajón donde comen las bestias”.
Perdemos de vista la renuncia del Hijo a su deidad, a su gloria para nacer en un paupérrimo establo y no en ningún Palacio; es el Niñito en el regazo de su Virgen Madre, María, y José; por única compañía el buey, el asno…
A veces hasta la ponzoña trata de dejar su rastro en el espléndido ambiente. No obstante, ninguna época, menos la Natividad, es propicia para tatuarla con los terribles surcos de la impiedad o desperdiciarla con rencores vetustos. Solo el buen vino, mientras más añejo sea, superior será en calidad.
Lo que debe abundar –si el corazón fue sanado por Jesús– es el amor, el gozo, la benignidad, así en el hombre sencillo como en la mujer de academia, en la trabajadora como en el opulento, y más aún en quienes dicen que el Eterno habla por boca de ellos, aunque, ¡oh, Dios, no siempre es así!
El Verdadero Nacimiento en Cristo, único puente entre Dios y la humanidad, no se consigue con títulos pontificios, doctorados, teologías o investiduras religiosas, sino con el Santo Espíritu.
El Altísimo llama a la concordia y bendice el encuentro. No hay forma que confundamos su Voz. ¿Desde cuándo el Bajísimo es portador de la reconciliación y el perdón? ¿Acaso no atiza –enmascarado con un lenguaje piadoso– las diferencias y las fobias, siembra dudas y prejuicios, “profetiza” desgracias y conflictos?
En Nicaragua no por casualidad se vive la paz cuando muchas naciones sufren por la guerra, el terrorismo, la violencia. Gracias a Dios, el país goza de estabilidad, crecimiento económico y seguridad, porque abundan más los hombres y mujeres de buena voluntad que aquellos que cultivan el resentimiento y la discordia.
La Natividad es el tiempo donde la paz deja de escribirse en minúscula, no se viste de doctrinas de hombres ni se halla en el sermón político que pretende ser único e infalible. Es el don de Jesús que envuelve el corazón, palpita su razón y bombea de vida a los que tienen la bendita fortuna de no libar más el vinagre del odio.
Es la gran fiesta de los más puros sentimiento por Aquel de quien Rubén testificara: “Vida, luz y verdad… / el Arte puro como Cristo exclama: / Ego sum lux et veritas et vita!”
Y hacia Belén… ¡la caravana pasa!