La Policía Nacional se ha forjado un prestigio en la lucha contra la delincuencia y el crimen organizado que se siente en la seguridad ciudadana más que en los reconocimientos y pergaminos que dentro y fuera del país le han sido otorgados.

Pero cuando no son maleantes comunes ni narcotraficantes los protagonistas, sino supuestos ciudadanos pacíficos, a las fuerzas del orden les cuesta descifrar la situación.

No es su costumbre irse encima de nadie e incluso en algunos lugares los han desarmado. Es decir, su primera respuesta no es la represión, de ahí que a veces, individuos fuera de sí, promuevan choques en las que por lo general salen policías heridos, lesionados y hasta muertos.

Y, en el colmo de la injusticia, los que provocaron con sus desafueros actividades vandálicas, al final los políticos interesados, desde sus medios y oenegés, los ensalzan como “víctimas”, mientras la Policía es acusada de violar los derechos humanos.

De ahí que pueda percibirse de una manera inadecuada la “pasividad” de la Policía ante contextos políticos, como cuando grupos enmascarados y a cara descubierta, que parecen salir de las cavernas de la Edad de Piedra, hacen de las suyas en las inmediaciones del Consejo Supremo Electoral.

Acostumbrados a ver en el resto del planeta el papel de las policías tradicionales, no nos acostumbramos al actuar de la nuestra. Y, ciertamente, sus mandos deben evaluar que al no proceder en determinadas circunstancias conforme a lo que su propia Ley y el sentido común indican –aunque no se traten de cárteles – no solo deteriora su historial, sino algo todavía peor: la imagen de Nicaragua.

Alrededor de unas cien personas, a veces menos que eso, y raras veces un poco más, llegan a exhibir sus opiniones contra el CSE. Ahí se han producido disturbios en los que la Policía, en realidad, no tiene ninguna responsabilidad en sus orígenes.

La capacidad de división de los políticos opositores hasta este año se apreciaba en la multiplicación de sus siglas, “unidades” y coaliciones con los más rimbombantes apellidos.

Ahora, esa fragmentación es puesta en escena los miércoles, en el reclamo de unos grupos que se consideran los “fundadores” de las “protestas” y que ahora ven cómo les “roban” el mandado los partidos, en especial la fracción del Partido Liberal Independiente que conduce Eduardo Montealegre.

Los enfrentamientos entre los opositores empezaron con huevos y ahora pasaron a los garrotes y piedras para partirle la vida a quien se le cruce en el camino, porte o no cámara y grabadora.

No hace mucho apareció “el pistolero”. Semanas antes, diputados y concejales azuzadores del PLI tumbaron las vallas de seguridad, las destruyeron y junto a sus correligionarios se armaron de tubos de hierro para vapulear a los policías

Cualquiera ve, sin ser “experto” en seguridad, que estamos ante una forzada y focalizada espiral de violencia que, por pequeñísima que sea, puede terminar con un saldo fatal.

¿De qué sirve que los antimotines y otros agentes, incluso de tránsito, se extiendan en el área, si al final permanecen tan inmóviles como los carteles de las películas en estreno? Desplegar semejantes recursos como telón de fondo para que las piedras sustituyan a las palabras y el garrote a la razón no tiene sentido.

Independientemente que las tristes disputas sean entre partidos, y no de bandas delincuenciales, la Policía debe intervenir para calmar los ánimos y en todo caso disolver estos actos agresivos.

Es un contrasentido que mientras un delegado de la Policía dio sus aportes a la Ley de Seguridad Soberana, donde se habla de las nuevas amenazas como las maras, se permita que estos encapuchados llámense Rejudin o motorizados, armados de palos y piedras anden como Pedro por su casa y a dos cuadras de la sede nacional de la Policía.

Grave, muy grave

Lo que está ocurriendo cada miércoles no es en cualquier parte. Es lo que para algunos, antes del desarrollo del viejo casco de Managua, era el “centro de la capital” y donde se expande lo que también mueve la ciudad: el comercio, zonas de diversión, urbanizaciones…

Con mucha voluntad, el Gobierno Sandinista, ProNicaragua, el Consejo Superior de la Empresa Privada, Cosep, y la Cámara de Comercio Americana de Nicaragua, Amcham, han ido cambiando el antiguo recuerdo de la guerra y la inseguridad con que se conocía a Nicaragua.

Todavía hay gente en el exterior que dispone de esa vieja información, y cuando en un telenoticiero o las redes sociales observa las reyertas en “el centro de Managua”, afianza su desconocimiento.

Cierto es que los perturbadores de la paz son una ínfima minoría, pero en el manejo de la información puede más la deformación y el escándalo que la propia dimensión de los hechos.

La divulgación de los logros de un país significa egresos en foros, encuentros regionales e internacionales de turismo; documentales, invitaciones, folletos, trabajo de las embajadas, etc. Porque las buenas noticias no atraen a las agencias de prensa ni cadenas televisivas, como sí los alborotos, los conflictos, sobre todo cuando hay banderas partidarias de por medio.

Asociar a Nicaragua con la paz a lo largo de estos años ha sido una misión patriótica pero costosa. No obstante, toda esa tarea es afectada cuando los periodistas, incluyendo al profesional del Canal 8, son atacados.

El otro miércoles uno de los miembros de esos grupos juveniles opositores fue apaleado por el concejal del derechista PLI, Omar Lola, mientras la Policía permitía ante sus mismas narices tanto ensañamiento “cívico”.

Todo miembro de la institución pasa por una escuela, o, mínimo un riguroso entrenamiento. Sabe que su deber es mantener la seguridad y perseguir el mal donde se presente y que precisamente por eso la sociedad le ha confiado el uniforme del oficio más peligroso y menos comprendido del mundo: ser Policía.

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