AÚN NO se ha incorporado a los volúmenes de las Poesías completas de Rubén Darío el más excelso y fervoroso poema ––dedicado a la Inmaculada Concepción de María–– escrito en lengua castellana. Aludo a “Versos a la Reina (Liturgia católica)”. He releído muchos textos sobre el tema a partir de sus antecedentes más remotos del siglo XIII, cuando Gonzalo de Berceo escribió su trilogía mariana, y ninguno lo superan.
Según Víctor García de la Concha, Berceo enseña que si el mundo se perdió por Eva, otra mujer ––María–– hizo posible la redención al ser madre del Mesías; demuestra que ella compartió el sufrimiento de Jesús y que por eso es corredentora con Él; y que el “evangelio mariano” ––al proteger a sus fieles intercediendo por ellos y lograr de Dios la gracia solicitada–– constituye una prueba palpable de que la Virgen participa en la salvación del hombre. Berceo en su obra citada soslaya las cuestiones de la inmaculada Concepción y de la Asunción, seguramente porque eran controversiales.
Mientras algún estudioso del mundo hispánico no ofrezca un texto superior al de Darío, mantendré mi convicción. “Versos a la Reina” lo escribió su autor en tercetos (estrofas introducidas por Juan Boscán, tomadas de la poética italiana, donde se llamaba terza rima). Recuérdese que Dante compuso su Divina comedia en tercetos, y que Darío recurrió a ellos en sus poemas “Visión” (1897, en homenaje al mismo Dante) y “Santa Elena de Montenegro” (1909): el primero incluido en El canto errante (1907) y el segundo en Poema del otoño y otros poemas (1910). Nueve suman sus estrofas y, por tanto, veintisiete sus versos. De ellos solo se conocían seis: las de las estrofas dos y tres, insertas por Ernesto Mejía Sánchez en su edición de la poesía dariana (1977), con el título: “Secuencia a nuestra Señora/fragmento”.
Cada estrofa consta de tres versos octosílabos, verdadera simbología numérica con idéntica rima consonante: mía-alegría-María/ soberana-pagana-Diana/ incensario-rosario-santuario/ pecador-amor-Señor/ bellas-doncellas-estrellas/ pura-criatura-amargura/
Plena-azucena-pena/ cautiverio-misterio-salterio/ llegar-descansar-mar.
La segunda estrofa es de original belleza. El poeta recurre, para exaltar a la Virgen, a un elemento mitológico: Diana, diosa griega de los bosques y la fertilidad. En las tres últimas, subjetivisa la composición invocando a la Virgen en su ayuda. Repárese en el verso veintiuno: quítame pecado y pena; al final, la esperanza en la vida eterna se hace carne: hasta que pueda llegar/ a tu reino a descansar.
El hallazgo de “Versos a la Reina (Liturgia católica)” lo hizo en El Bien (Montevideo, 29 de abril, 1894) el uruguayo Antonio Seluja Cecín. El siguiente es su texto:
¡Oh, celeste, Reina mía!
¡Sol de amor, luz de alegría
Lis de Dios, Madre María!
A tu planta soberana
Cayó la luna pagana
De la frente de Diana.
Rosas para tu incensario,
Perlas para tu rosario,
Almas par tu santuario.
Refugio del pecador,
Reina del divino amor,
Tu alma engrandece al Señor.
Caen a tus plantas bellas
Las flores de las doncellas
Las lágrimas, las estrellas.
Buena, sacra, madre, pura
Halla en ti la criatura
Remedio a toda amargura.
“Ave, Mater! Gratia Plena”
Inmarcesible azucena,
Quítame pecado y pena.
Y en vital cautiverio
Cante tu santo misterio
Con la lengua del salterio.
Hasta que pueda llegar
A tu reino a descansar,
¡Mística estrella del mar!”.
Como es ostensible, se trata de un himno a la Virgen María; “de un cántico de amor religioso que muestra al Darío católico, cuya fe oscila, como un péndulo, entre el cristianismo y el paganismo. Es el poeta de doble faceta, poco visto hasta ahora; el que habrá de componer su maravilloso poema ‘En elogio del Ilmo. Sr. Obispo de Córdoba, fray Mamerto Esquiú, y años más tarde Spes y La cartuja; el de las angustias finales de Cantos de vida y esperanza’”.
¿Existirá otra similar composición en verso, exaltación sincera a la Virgen María, escrita por otro poeta en lengua española? No lo creo. Y si existe, la ignoro. En fin, Darío fue un poeta devoto de la Virgen María, aunque no haya escrito mucho sobre su trascendencia. Lo que más se recuerda es haber ostentado en su pecho la medalla de congregante mariano y de haber entonado “los inolvidables compases de ¡Oh, María!/ Madre mía/ Dulce encanto/ Del mortal” (en el capítulo de su novela autobiográfica “El oro de Mallorca” escrito en París, enero de 1914).
Además, en dicho texto revela que “se acogía en las grandes angustias y apreturas de ánimo a la Virgen, a María, en quien encontraba más que los esplendores de las letanías, más que la Virgen poderosa, o el vaso digno de honor, a la Rosa Mística, o la Torre de David, o la Torre de Marfil, o la Casa de Oro, o la Estrella de la Mañana, la Reina de los Mártires, la Salud de los Enfermos, el Consuelo de los Afligidos, la Madre admirable, o mejor, la ‘manía’ de los solitarios, de los desamparados, de los tristes, de los combatidos de la vida”.