Elliott Abrams está siendo considerado para un puesto en la Comisión Asesora sobre Diplomacia Pública del Departamento de Estado.

Según el sitio web, el trabajo de la Comisión es “evaluar las actividades del gobierno estadounidense destinadas a entender, informar e influir en el público extranjero y aumentar la comprensión y el apoyo a estas mismas actividades”. Lo que este lenguaje que suena neutral significa en la práctica, es hacer lo que sea necesario para extender y mantener el control estadounidense sobre otros países. Las actividades de Elliott Abrams durante los últimos cuarenta años proporcionan algunos de los peores ejemplos de esta misión y de un flagrante desprecio por la soberanía, los derechos y las vidas de los demás.

Toda la carrera de Abrams en cargos públicos ha estado guiada por su aparente creencia de que el asesinato, la tortura y la miseria de cualquier número de latinoamericanos (y otros) se justifica en nombre de la protección de la "seguridad" de Estados Unidos. Esta es la esencia de la llamada Doctrina de Seguridad Nacional que fue adoptada por todas las dictaduras militares violentas de América Latina en los años 1970 y 1980. Fue y sigue siendo en gran medida una parte central del pensamiento de muchos en el gobierno de Estados Unidos, como el Sr. Abrams: La justificación de "seguridad" en este contexto fue y es una mentira; una excusa para eliminar toda disidencia y extender el control sobre una población.

Como Subsecretario de Estado para Asuntos Interamericanos, Abrams fue en gran medida responsable de las políticas y prácticas que propiciaron asesinatos, caos y miseria en Centroamérica, y que aún hoy atormentan a la región, en gran parte porque personas como Abrams todavía ocupan posiciones de influencia en Washington. “Estos mismos tipos que causaron tanta miseria en la década de 1980 todavía caminan libremente por las calles”, me dijo una mujer hondureña después del golpe de 2009 en su país.

A principios de la década de 1980, Abrams ayudó a supervisar el genocidio en cuatrocientas aldeas Mayas perpetrado por el ejército guatemalteco, donde hombres, mujeres y niños fueron masacrados sistemáticamente. Como los autores de este genocidio permanecieron en el poder, se necesitaron décadas para llevar a alguien ante la justicia por estas atrocidades. Abrams y la Administración Reagan siguieron apoyando al genocida ejército guatemalteco frente a la condena internacional.

Abrams tuvo un papel importante en la dirección de la política estadounidense en El Salvador, en la década de 1980, cuando el ejército de ese país participó en una larga y brutal serie de asesinatos y masacres, con la excusa de proteger a la nación contra la insurgencia “comunista” del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN). El ejemplo más infame ocurrió en la comunidad de El Mozote, donde el ejército salvadoreño masacró a 1.000 personas inocentes por supuestamente ayudar al FMLN.

El gobierno y los militares adoptaron el instrumento del asesinato que se llegó a conocer como “escuadrón de la muerte”, ampliamente utilizado también en Honduras y Guatemala.

El ejército salvadoreño también apuntó a sectores progresistas de la Iglesia Católica, asesinando al arzobispo Oscar Romero, a varios sacerdotes, a cuatro monjas de la iglesia estadounidense, seis profesores jesuitas de la Universidad Centroamericana en San Salvador, la ama de llaves y su hija, y a un número desconocido de Delegados de la Palabra y otros líderes laicos de la iglesia. Se decía que los militares se entrenaban con el canto de "Sé un patriota, mate a un sacerdote". En ese momento, El Salvador era el tercer mayor receptor de ayuda militar y económica estadounidense (sólo detrás de Israel y Egipto).

El Congresista estadounidense Joe Moakley (D-MA) encabezó una delegación de investigación del Congreso y emitió un informe que era una denuncia mordaz del uso de la ayuda estadounidense para el ejército salvadoreño involucrado en semejantes desastres contra los derechos humanos. En respuesta, Abrams aplicó su talento como experto en la manipulación de la publicidad para excusar y encubrir estas atrocidades.

 En la década de 1980, la Administración Reagan escogió a Abrams para hacer de Honduras su colonia más confiable y plataforma para la intervención y el control estadounidense de la región. El ejército estadounidense amplió su presencia en el país, estrechando su relación de trabajo con el ejército hondureño. Muchos hondureños hoy lo recuerdan como uno de los peores períodos de represión política en la historia del país. Activistas estudiantiles, líderes sindicales y otras personas fueron desaparecidas y, a menudo, encontrados muertos y mutilados. Había controles militares por todas partes; Los soldados controlaron a todos los que viajaban en el transporte público. Los jóvenes fueron sistemáticamente detenidos y encarcelados, desaparecidos u obligados a incorporarse al ejército hondureño. El Batallón 316 del Ejército de Honduras se hizo famoso como un escuadrón de la muerte, utilizado para asesinar a los principales críticos de Estados Unidos o de la economía neoliberal que el gobierno estaba implementando.

Bajo presión de la Administración Reagan, el gobierno y ejército hondureño permitieron que el sur del país, a lo largo de la frontera con Nicaragua, se convirtiera en una zona utilizada para enviar entrenadores, suministros y asesores estadounidenses a los campamentos de la Contra, y donde los oficiales de la Contra reclutaban a jóvenes entre los refugiados nicaragüenses en el campo de refugiados cerca de Jacaleapa. El gobierno hondureño no siempre se sintió cómodo que Estados Unidos utilizara el país como punto de partida para la guerra contra los vecinos de Honduras y especialmente Nicaragua. Cuando el ejército nicaragüense expulsó a algunas fuerzas de la Contra del norte de Nicaragua, forzando su retiro a Honduras, el gobierno de Estados Unidos propagó la historia de que Nicaragua estaba invadiendo Honduras. Consultado al respecto, el presidente hondureño Azcona negó se había dado alguna invasión nicaragüense.

Abrams era experto en vender el miedo como arma. No pude encontrar mucha gente en Honduras que realmente creyeran a Abrams y Reagan cuando mintieron que la Nicaragua sandinista se estaba preparando para invadir Honduras y convertirla en una dictadura comunista. En la vecina Nicaragua, sin embargo, todos vivían con el temor de que Estados Unidos invadiera Nicaragua en cualquier momento.

Bajo la Administración Reagan, Abrams fue uno de los principales agentes en la organización, financiación y mantenimiento de la Guerra de la Contra, en la que Estados Unidos utilizó medios legales e ilegales para financiar, armar, entrenar y asesorar a las fuerzas de la Contra para destruir a la revolución popular liderada por los Sandinistas.  En 1979, esa revolución finalmente había derrocado a la dictadura de 45 años de la familia Somoza que había gobernado brutalmente Nicaragua con la bendición de ocho administraciones estadounidenses, desde Franklin Roosevelt hasta Jimmy Carter. En 1981, Reagan y su grupo estaban decididos a derrocar la revolución. Abrams prestó sus habilidades con entusiasmo a ese esfuerzo.

El escándalo Irán-Contra demuestra el alto grado de cinismo en las actuaciones de Abrams y sus asociados. La Administración Reagan negoció en secreto un acuerdo ilegal para vender armas al gobierno revolucionario Islámico de Irán, el mismo gobierno que Reagan denunciaba constantemente como un régimen malvado y represivo que buscaba desestabilizar el Medio Oriente. El dinero de la venta de estas armas se utilizó para financiar ilegalmente el equipamiento, entrenamiento y apoyo de las fuerzas de la Contra en la frontera entre Honduras y Nicaragua. Cuando el Comité de Investigación Irán-Contra del Congreso le preguntó sobre esto en 1987, Abrams mintió, pero a pesar de ello logró evitar procesamiento legal y regresó a un cargo de influencia en la Administración. En 1991, se declaró culpable de dos delitos de mentir al Congreso y luego fue indultado por el presidente George H. W. Bush.

Abrams y sus asociados también encontraron otra forma (ilegal y destructiva) de financiar la guerra de la Contra. En agosto de 1996, el periodista Gary Webb, ganador del Premio Pulitzer, sorprendió al mundo con una serie de artículos en el San Jose Mercury News que informaban de los resultados de su investigación de un año de duración sobre los orígenes de la epidemia de cocaína crack en los Estados Unidos, específicamente en Los Ángeles, California.  La serie, titulada “Dark Alliance”, reveló que, durante la mayor parte de la década de 1980, una red de narcotraficantes del Área de la Bahía vendió toneladas de cocaína a pandillas callejeras de Los Ángeles y canalizó millones en ganancias de la droga a los Contras nicaragüenses respaldados por la CIA. Este acuerdo contribuyó a la destrucción de vidas de la gente en los barrios de Los Ángeles y las de campesinos nicaragüenses a miles de kilómetros de distancia. Una investigación del Departamento de Justicia confirmó gran parte de las conclusiones de Webb.

La estrategia de los Contras nicaragüenses fue diseñada y dirigida por Abrams y otros, quienes se refirieron a ésta como “conflicto de baja intensidad”. Fue todo menos baja intensidad para el pueblo nicaragüense que vivió la pesadilla. La estrategia no era atacar al ejército sandinista nicaragüense, sino a la población civil, especialmente a los pequeños agricultores y campesinos en cientos de comunidades rurales de todo el país; hacer la vida insoportable para que el pueblo se pusiera en contra del gobierno Sandinista, y no seguir apoyándolo.

La CIA escribió y entregó a las fuerzas de la Contra y otros, un manual de instrucciones para realizar actos de sabotaje contra la vida cotidiana, especialmente cualquier cosa que estuviera relacionada con el gobierno de Nicaragua. Era un manual sobre cómo realizar “operaciones psicológicas” para aterrorizar a la población.

El director de la CIA, William Casey, defendió el manual como una herramienta "educativa". Cuando Nicaragua presentó el caso contra Estados Unidos ante la Corte Mundial en 1984, el manual fue una pieza de evidencia contra la Administración Reagan. La Corte Mundial ordenó a Estados Unidos que pagara a Nicaragua por los daños causados por la guerra, pero la Administración Reagan ignoró a la Corte.

Estuve en Nicaragua durante la Guerra de la Contra, presenciando y documentando sus efectos en las comunidades rurales. Dejando de lado toda la retórica burocrática y política de los instigadores en el lejano Washington, pasó a describir la realidad del impacto de la Guerra de la Contra en tantas comunidades nicaragüenses. Esta descripción, apenas una entre cientos de incidentes de este tipo, está tomada casi palabra por palabra de mis notas de campo escritas en ese momento. Los nombres son reales, no seudónimos; creo que estas personas deben ser recordadas.

A las 7 pm. en la noche del 20 de mayo de 1986, escuadras de la Contra atacaron la pequeña comunidad rural de Teodosio Pravia (doce familias), al este de la ciudad de Estelí. Un pequeño grupo de soldados del ejército nicaragüense y hombres locales detuvieron el grueso del ataque hasta que la mayoría de las mujeres y niños pudieron huir colina arriba por un camino en la oscuridad hacia la comunidad vecina de Sandino (quince familias). Las fuerzas de la Contra irrumpieron en Pravia, capturaron a una mujer y la utilizaron como escudo humano. Quemaron hasta reducir a cenizas casi una docena de casas de madera, dos cobertizos llenos de semillas de papa y la escuela.

Luego dirigieron su atención a la comunidad Sandino. Atacaron con morteros y granadas, dispararon y saquearon casas. Hermida Talavera, de 12 años, y su hermano Rafael, de 10, estaban en la casa de su primo Jesús, de 15 años, cuando un proyectil de mortero impactó en el techo. No se sabe si los tres niños murieron por la explosión del proyectil, el derrumbe del techo o la granada que un soldado de la Contra arrojó dentro de la casa. Cuando visité el lugar unos días después, vi la sangre de los tres niños salpicada en la pared de la casa.

Silvio Chavarría, un trabajador del Ministerio de Reforma Agraria con esposa e hijos en Estelí, se encontraba esa noche en la comunidad Sandino después de que él y su compañero de trabajo, Julio, habían pasado el día trabajando con la gente. Un soldado de la Contra arrojó una granada que hirió a Silvio en la pierna y le impidió moverse. Tras el ataque, su cuerpo fue encontrado gravemente mutilado. Algunas personas dijeron que escucharon gritos esa noche y pensaron que podrían haberlo torturado. Cuando visité a Julio unos días después en Estelí, me contó estos detalles sobre Silvio. El propio Julio resultó herido; su pierna estaba vendada.

Los Contras también mataron a Marta Tinoco, de 21 años, soldado del ejército de Nicaragua e hija de campesinos y destruyeron la radio de comunicación que utilizaba para pedir ayuda. Mataron a un teniente del ejército, Marco Cascante, y a dos trabajadores del Ministerio de Vivienda que estaban en la comunidad ayudando a construir casas: Juan Francisco Lumbí y Concepción López Vargas. En total, ocho murieron, entre ellos seis civiles, tres de los cuales eran niños. Otras dieciséis personas de las comunidades resultaron heridas y más hubieran muerto si no hubiesen logrado escapar al bosque en la oscuridad.

Los Contra también destruyeron o dañaron al menos catorce casas, tres almacenes, varios miles de kilos de papa de siembra, una escuela y tres camiones del Ministerio de Vivienda. Mataron animales pertenecientes a miembros de la comunidad, saquearon pertenencias y pequeños ahorros personales. Se llevaron unos diez mil dólares (siete millones de córdobas) que la comunidad Sandino había obtenido por la venta de papas.

Cuando visité, encontré una escena de extraña devastación. Huecos de bala, sangre, animales muertos. En el lodo, junto a un camino, había una cesta con huevos. Una imagen de la Virgen María estaba apoyada contra un poste de madera fuera de la pared manchada de sangre de una casa destruida. La gente dijo que un soldado de la Contra cuidadosamente quitó la fotografía antes de disparar y lanzar una granada en la casa.

Los funcionarios de la Embajada de Estados Unidos en Managua habían estado buscando una manera para justificar este ataque. Dijeron en un comunicado que comunidades como Sandino y Pravia son “objetivos militarizados, sino objetivos militares”. Al parecer, las papas de siembra son una amenaza para la seguridad nacional.

¿Por qué todo esto importa ahora? El nombramiento en este momento de Elliot Abrams para la Comisión Asesora sobre Políticas Públicas del Departamento de Estado no es una coincidencia.

A pesar de sus pasados y recientes esfuerzos y el enorme daño que causaron, su trabajo no está completo; el imperio estadounidense no se siente “seguro”. La revolución continúa en Nicaragua, los pueblos guatemalteco y hondureño han elegido gobiernos democráticos reformistas que representan una amenaza a la red de extracción de recursos, corrupción y represión que Estados Unidos ha apoyado en estos países. Abrams sería fundamental en los esfuerzos de un “cambio de régimen”, manteniendo la colonización de Honduras y Guatemala, y destruyendo la “amenaza de un buen ejemplo” en Nicaragua; un país que ha experimentado grandes avances en muchos servicios básicos, infraestructura, y condiciones de vida diaria, a pesar de las fuertes sanciones económicas impuestas por Estados Unidos.

Estamos siendo testigos de una intensa campaña de propaganda y noticias negativas en las que se presenta a Nicaragua como una dictadura brutal que reprime los derechos humanos, la religión y toda expresión política. Esta campaña mediática hace amplio uso de distorsiones de los hechos, absolutas fabricaciones de la “verdad”, así como la eliminación de cualquier contexto que pudiera permitir evaluar los acontecimientos con claridad. Han logrado dividir la solidaridad con Nicaragua y polarizar las actitudes hacia el gobierno sandinista en general y hacia Daniel Ortega en particular. Cualquier acción del gobierno de Nicaragua para responder a provocaciones y amenazas es denunciada como brutal o extrema.

La mesurada respuesta del gobierno de Nicaragua ante el fallido intento de Golpe de Estado de abril 2018 fue denunciada en Washington y los principales medios de comunicación como una represión extrema de un levantamiento que fue descrito como “pacífico” -- a pesar de la amplia evidencia de que fue todo menos pacífico. Una versión alternativa de testigos presenciales en Nicaragua pinta un cuadro muy diferente de estos acontecimientos; narrativa que Estados Unidos ha tratado con todas sus fuerzas de suprimir y mantener fuera de los medios. Los talentos especiales de Elliott Abrams se prestarían perfectamente a este esfuerzo en curso para socavar y sacar a Ortega y los sandinistas del poder, como en la década de 1980, para frustrar la voluntad de un pueblo y sustituirla por la voluntad del gobierno de Estados Unidos que busca un cambio de régimen en Nicaragua mediante formas de intervención por cualquier medio y a cualquier precio.

En cuanto a Honduras, el nuevo gobierno de Xiomara Castro enfrenta enormes dilemas mientras intenta reparar el daño causado al país por su predecesor y desmantelar la arraigada red de corrupción de la última década. Pero Estados Unidos ha emitido advertencias veladas y más directas al gobierno de la presidenta Castro. Está en marcha una campaña de mayor violencia y críticas negativas, y la presidenta está bajo una enorme presión para que abandone la mayoría de sus promesas electorales de reforma.

Aquí también, Abrams estaría en una excelente posición para ayudar a garantizar que el gobierno hondureño responda a las demandas de los intereses económicos estadounidenses, en lugar de las necesidades del pueblo hondureño.

El problema más importante en todo esto no es una sola persona, ni siquiera Elliott Abrams. La misma mentalidad que ayudó a orquestar el genocidio en Guatemala, los asesinatos de miembros de la Iglesia en El Salvador, los escuadrones de la muerte y el Estado militarizado en Honduras y la Guerra de la Contra en Nicaragua todavía está infectando a Washington. Algunos de sus proveedores todavía están presentes, dando forma e implementando políticas y prácticas nefastas y agresivas.

Un verdadero paso hacia la seguridad de Estados Unidos y el hemisferio sería impedir que personas como Elliott Abrams ocupen cargo o responsabilidad alguna en cualquier nivel de gobierno y en cualquier lugar.

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Elliott Abrams and the People of Central America: Never Forget!

Elliott Abrams is being considered for a position on the State Department’s Advisory Commission on Public Diplomacy.

According to its website, the Commission’s work is “appraising U.S. government activities intended to understand, inform, and influence foreign publics and to increase the understanding of, and support for, these same activities.” What this neutral sounding language means in practice is whatever it takes to extend and maintain U.S. control of other countries. The activities of Elliott Abrams over the past forty years provide some of the worst examples of this mission, and of a blatant disregard for the sovereignty, rights, and lives of others.

Abrams’ entire career in public office has been guided by his apparent belief that the killing, torture, and misery of any number of Latin Americans (and others) is justified in the name of protecting the "security' of the United States. This is the essence of the so-called National Security Doctrine that was employed by all of the violent military dictatorships of Latin America in the 1970s and 1980s. It was and remains very much a central part of the thinking of many in the U.S. government, such as Mr. Abrams. The "security" justification in this context was and is a lie, an excuse for eliminating all dissent and extending control over a population.

As Assistant Secretary of State for Inter-American Affairs, Abrams was largely responsible for policies and practices that created murder, mayhem, and misery in Central America, and that still haunt the region today, largely because people like Abrams are still in positions of influence in Washington. “These same guys that caused so much misery in the 1980s are still walking the streets freely,” a Honduran woman told me after the 2009 coup in her country.

In the early 1980s, Abrams helped to oversee the Guatemalan Army’s genocide of four hundred Mayan villages where men, women, and children were systematically slaughtered. Because the authors of this genocide remained in power, it took decades to bring anyone to justice for this atrocity. Abrams and the Reagan Administration continued to support the genocidal Guatemalan military in the face of international condemnation.

Abrams had a large hand in directing U.S. policy in El Salvador, in the 1980s, when the country’s military engaged in a long and brutal series of assassinations and massacres, with the excuse of guarding the nation against the “communist” insurgency of the Farabundo Marti National Liberation Front (FMLN). The most infamous

example occurred in the community of El Mozote, where the Salvadoran military massacred 1,000 innocent people for allegedly aiding the FMLN. The government and the military adopted the assassination tool that came to be known as the “death squad,” (escuadrón de la muerte), that was widely used also in Honduras and Guatemala.

The Salvador military also targeted progressive sectors of the Catholic Church, assassinating Archbishop Oscar Romero, several priests, four U.S. church women, six Jesuit faculty of the University of Central America in San Salvador and their housekeeper and her daughter, and an unknown number of Delegates of the Word and other lay church leaders. It was said that the military trained to the chant of” Be a patriot, kill a priest.” At this time, El Salvador was the third largest recipient of U.S. military and economic aid (behind only Israel and Egypt). U.S. Representative Joe Moakley (D-MA) led a Congressional fact-finding delegation and issued a report that was a scathing denunciation of the use of U.S. aid for the Salvadoran military engaged in such human rights disasters. In response, Abrams applied his talents as a spin-master to excuse and whitewash these atrocities.
With Abrams, in the 1980s the Reagan Administration worked to make Honduras its most reliable colony and the platform for U.S. intervention and control of the region. The U.S. military expanded its presence in the country and its close working relationship with the Honduran military. Many Hondurans today recall that as one of the worst periods of political repression in the country’s history.
Student activists, labor leaders, and others disappeared and often found dead and mutilated. Military roadblocks were everywhere; soldiers checked everyone riding on public transportation. Young men were systematically rounded up and jailed, disappeared, or forced into the Honduran military. The Honduran Army’s Battalion 316 became notorious as a death squad used to assassinate leading critics of the U.S. or of the neoliberal economy the government was developing.

Under pressure from the Reagan Administration, the Honduran government and the army allowed the south of the country, along the Nicaraguan border, to be turned into a safe zone where U.S. trainers, supplies, and advisers were funneled to Contra camps, and where Contra officers recruited young men among the Nicaraguan refugees in the large refugee camp near Jacaleapa. The Honduran government was not always comfortable with the U.S. using the country as the staging point for war against Honduras’ neighbors, especially Nicaragua. When the Nicaraguan army chased some Contra forces out of northern Nicaragua and back into Honduras, the U.S. government spread the story that Nicaragua was invading Honduras. When asked about this, Honduran President Azcona denied that there was any Nicaraguan invasion.

Abrams was adept at peddling fear as a weapon. I could not find many people in Honduras who really believed Abrams and Reagan when they lied that Sandinista Nicaragua was preparing to invade Honduras and turn it into a communist dictatorship. In neighboring Nicaragua, however, everyone lived with the fear that the United States would invade Nicaragua at any moment.

Under the Reagan Administration, Abrams was one of the chief agents in organizing, funding, and sustaining the Contra War in which the United States used legal and illegal means to fund, arm, train, and advise the Nicaraguan Contra forces to destroy the Sandinista-led popular revolution. In 1979, that revolution had finally toppled the 45-year dictatorship of the Somoza family that had brutally ruled Nicaragua with the blessing of eight U.S. Administrations from Franklin Roosevelt to Jimmy Carter. By 1981, Reagan and his posse were determined to topple the revolution. Abrams lent his skills enthusiastically to this effort.

The Iran-Contra Affair shows how far-reaching and cynical were the efforts of Abrams and his associates. The Reagan Administration secretly brokered an illegal deal to sell weapons to the Islamic revolutionary government of Iran, the same government that Reagan was publicly denouncing as an evil and repressive regime seeking to destabilize the Middle East. The money from the sale of these arms was then used to illegally fund the equipping, training, and support of the emerging Contra forces on the border between Honduras and Nicaragua. When questioned about this by the 1987 Iran-Contra Congressional investigative committee, Abrams lied, but he managed to avoid actual prosecution and returned to a position of influence in the Administration. In 1991, he pleaded guilty to two offenses of lying to Congress. He was pardoned by President George H. W. Bush.

Abrams and his associates also found another (illegal and destructive) way to fund the Contra war. In August 1996, Pulitzer Prize-winning journalist Gary Webb stunned the world with a series of articles in the San Jose Mercury News reporting the results of his year-long investigation into the roots of the crack cocaine epidemic in the United States, specifically in Los Angeles. The series, entitled “Dark Alliance,” revealed that for the better part of the 1980s a Bay Area drug ring sold tons of cocaine to Los Angeles street gangs and funneled millions in drug profits to the CIA-backed Nicaraguan Contras. This arrangement helped to destroy the lives of people in Los Angeles neighborhoods and the lives of Nicaraguan peasants thousands of miles away. A Justice Department investigation confirmed much of Webb’s findings.

The strategy of the Nicaraguan Contras was shaped and directed by Abrams and others who referred to it as “low-intensity conflict.” It was anything but low intensity for the Nicaraguan people who lived through the nightmare. The strategy was to target not the Nicaraguan Sandinista army but rather the civilian population, especially the small farmers and peasants in hundreds of rural communities throughout the country; to make life unbearable so that the people would turn against the Sandinista government or be unable to support it.

The CIA wrote and distributed to Contra soldiers and others a how-to manual for performing acts of sabotage against daily life, especially anything that was related to the Nicaraguan government. It was a manual on how to conduct “psychological operations” to terrorize the Nicaraguan population. CIA Director William Casey defended the manual as an “educational” tool. When Nicaragua brought a case against the U.S. in the World Court in 1984, the manual was one piece of the evidence against the Reagan Administration. The World Court directed the U.S. to pay Nicaragua for damages caused by the war, but the Reagan Administration ignored the Court.

I was in Nicaragua during the Contra War, witnessing and documenting its effects in rural communities. Putting aside all of the bureaucratic and political rhetoric of the instigators in far-away Washington, this is what the Contra War was like for so many Nicaraguan communities. This description of one out of hundreds of such incidents is taken almost verbatim from my field notes written at the time. The names are real, not pseudonyms; I think these people should be remembered.

At 7 p.m. on the night of May 20, 1986, Contra forces attacked the small rural community of Teodosio Pravia (twelve families), east of the city of Estelí. A small group of Nicaraguan army soldiers and local men held off the full Contra attack until most of the women and children could flee up the hill on a path in the dark to the neighboring community of Sandino (fifteen families).

The Contra forces swept into Pravia, capturing one woman and holding her as a human shield. They burned to ashes almost a dozen wooden houses, two storage sheds full of seed potatoes, and the schoolhouse.

Then they turned their attention to the Sandino community. They attacked with mortars and grenades, shooting and looting houses. Hermida Talavera, 12, and her brother Rafael, 10, were in the house of their cousin Jesus, 15, when a mortar shell struck the roof. It is uncertain whether the three children were killed by the bursting shell, the collapse of the roof, or the grenade that a Contra soldier threw into the house. When I visited the scene a few days later, I saw the blood of the three children splattered on the wall of the house.

Silivio Chavarria, a Ministry of Agrarian Reform worker with a wife and children in Estelí, happened to be in Sandino community that night after he and his work partner, Julio, had spent the day working with the people. A Contra soldier threw a grenade that injured Silvio’s leg so he could not move. After the attack, his badly mutilated body was found. Some people said they heard screams that night and thought he might have been tortured. When I visited Julio a few days later in Estelí, he recounted these details about Silvio. Julio himself was injured; his leg bandaged.

The Contras also killed Marta Tinoco, 21, a Nicaraguan Army soldier and daughter of peasant farmers, and they destroyed the communications radio she was using to call for help. They killed a Nicaraguan army lieutenant, Marco Cascante, and two Ministry of Housing workers who were in the community helping to build houses—Juan Francisco Lumbi and Concepción López Vargas. In all, eight were killed, including six civilians, three of whom were children. Sixteen others in the communities were injured, and more might have been killed if they had not managed to escape into the forest in the dark.

The Contra forces also destroyed or damaged at least fourteen houses, three storehouses, several thousand pounds of seed potatoes, a schoolhouse, and three trucks belonging to the Ministry of Housing. They slaughtered animals belonging to community members, looted personal belongings and small personal savings, and took an estimated ten thousand dollars (seven million Córdobas) the Sandino community had gotten from the sale of potatoes.
When I visited, it was a scene of bizarre devastation. Bullet holes, blood, dead animals. In the mud beside a path was a basket of eggs. A picture of the Virgin Mary was propped up against a wooden post outside the blood-stained wall of a destroyed house. People said a Contra soldier carefully removed the picture before he shot up and grenaded the house.

Officials at the U.S. Embassy in Managua had been searching for a way to rationalize this attack. They said in a statement that communities such as Sandino and Pravia are “militarized if not actually military targets.” Apparently seed potatoes are a threat to national security.

Why does all this matter now? Elliott Abrams’ appointment at this time to the State Department Advisory Commission on Public Policy is not a coincidence. Despite his past and recent efforts and the enormous damage they caused, his work is not complete; the U.S. empire is not “secure.” The revolution continues in Nicaragua, the Guatemalan and Honduran peoples have elected reformist democratic governments that pose a threat to the established network of resource extraction, corruption, and repression that the U.S. has supported in these countries. Abrams would be instrumental in efforts to assure “regime change,” ensuring the continued colonization of Honduras and Guatemala, and destroying the “threat of a good example” in Nicaragua, a country that, has experienced continual improvements in many basic services, infrastructure, and conditions of daily life, despite heavy economic sanctions imposed by the U.S.

We are witnessing an intense negative news and propaganda campaign in which Nicaragua is cast as a brutal dictatorship that represses human rights, religion, and all political expression. This media campaign makes ample use of distortions of fact, outright fabrications of “truth,” and erasure of any context that might allow us to evaluate events clearly. It has succeeded in dividing solidarity for Nicaragua and polarizing attitudes towards the Sandinista government in general and Daniel Ortega in particular. Any action by the Nicaraguan government to respond to provocation and threat is denounced as brutal or extreme.

The Nicaraguan government’s measured response to the uprising of April 2018 was denounced in Washington and the mainstream media as an extreme repression of an uprising that was painted as “peaceful.” despite ample evidence that it was anything but peaceful. An alternative narrative from eyewitnesses in Nicaragua paints a very different picture of events, a narrative that the U.S. has tried very hard to suppress and keep out of the media. Elliott Abrams’ special talents would lend themselves perfectly to this ongoing effort to undermine and remove Ortega and the Sandinistas from power, again as in the 1980s, to thwart the will of a people and substitute the will of the U.S. government in its place—regime change and forms of intervention by any means at any cost.

As for Honduras, the new government of Xiomara Castro is facing enormous dilemmas as it tries to repair the damage done to the country by its predecessor and to dismantle the entrenched web of corruption of the past decade. But the U.S. has issued veiled and more direct warnings to the Castro government. A campaign of increased violence and negative criticism is underway, and Castro is under enormous pressure to abandon most of her election promises of reform. Here also, Abrams would be in an excellent position to help ensure that the Honduran government answers to the demands of U.S. economic interests rather than the needs of the Honduran people.

The larger issue in all of this is not any single person, even Elliott Abrams. The same mindset that helped orchestrate the genocide in Guatemala, the murders of Church people in El Salvador, the death squads and militarized state in Honduras, and the Contra War in Nicaragua is still infecting Washington. Some of its purveyors are still in place, shaping and effecting policy and practice. A real step to security for the US and the hemisphere would be to bar people like Elliott Abrams from holding any office or responsibility in any level of government anywhere.

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