JORGE VÍCTOR Ramón de Jesús Volio Jiménez era su nombre y hacia 1912 acumulaba 30 años de edad. Se distinguía por su estatura regular, blanca piel, ovalado rostro, enmarcadas cejas negras, boca pequeña, amplia frente, nariz recta y rasurada barba. De complexión fuerte, pesaba algo más de 150 libras y vivía enamorado del Bien, la Justicia y la Libertad; de todos los ideales y del más alto: servir a Jesucristo. Mas en su pecho ardía la pasión política. Por ello el desembarco en Corinto, Nicaragua, de dos mil trescientos cincuenta marines a partir del 4 de agosto del citado año lo condujo en su país, Costa Rica, a protestar contra ese acontecimiento fatídico. Le conmovía la desolación de los fértiles campos nicaragüenses. Le atarazaban las presas humanas en las fauces de la Muerte insaciable. Le impactaba la rapacidad yanqui, irrespetuosa del abolengo de su sangre latina.

El 14 de septiembre se dirigió a Nicaragua para empuñar las armas contra los aliados de Washington.

Desde los balcones de la vetusta universidad de León arengó a las multitudes y de inmediato se alistó para combatir en las cercanías de La Paz Centro, antiguo Pueblo Nuevo. Allí cayó herido. Bajo el sol infernal, la batalla era como un horno funéreo, como un crisol rojo de sangre. Una ametralladora enemiga causaba estragos. El griterío era una bárbara sinfonía en la cual se entremezclaban los ayes del dolor y el bramar de los combatientes. ¡Todos lo vieron! El sol lo alumbró, la pólvora se despejó y el griterío enmudeció. De las filas liberales había salido un hombre, el cura nacido en Cartago y discípulo en el seminario León XIII, de la universidad de Lovaina, del cardenal Mercier, arzobispo de Malinas. Avanzaba decidido, a grandes saltos, como si se tragara la distancia. Iba cubierto por la coraza de la gallardía. El kaki del uniforme era color polvareda, su cara color barro y roja la banda que le cruzaba el pecho. Empuñando una pistola, fue derecho hacia la enemiga ametralladora Maxim, apoderándose de ella. A horcajadas sobre el trípode, la jineteó como si estuviera pegado al lomo de un caballo llanero. Y la boca se volteó hacia las tropas conservadoras abriendo boquetes, doblando hombres, imponiendo el terror, hasta que una bala le atravesó el pecho.

Cargado en carreta con algunos muertos, fue conducido a la casa familiar del presbítero Azarías H. Pallais, compañero de estudios en Bélgica, a cuyos cuidados sanó su herida. De regreso a Costa Rica, al despedirse de León, lo aclamaron general. ¡El general Volio Jiménez! La Dama del Liberalismo de la ciudad, doña Cecilia Aguilar de Argüello, en nombre del pueblo, colocó en su pecho una medalla con un quetzal grabado en su anverso y la siguiente inscripción en el reverso:

EL PARTIDO DE LA LIBERTAD A SU HÉROE.

LA RELIGIÓN DEL DECORO A SU MÁRTIR.

León de Nicaragua, septiembre 30 de 1912.

Asesinado el general Benjamín F. Zeledón el 4 de octubre y aplacada la resistencia leonesa el 8 del mismo mes, los marines se marcharon, excepto una guardia de cien hombres destinada a cuidar la Legación estadounidense. Nicaragua quedó sometida a los banqueros de Wall Street y a los designios del poderío washingtoniano. Trece años después, iniciando agosto de 1925 —durante la presidencia del conservador Carlos Solórzano y la vicepresidencia del liberal Juan Bautista Sacasa— esos cien marines abandonaron nuestro suelo. León entero celebró la desocupación interventora con banderas azuliblanco, chimbombas de los mismos colores, bombas de mecate y cuetes.

La Alcaldía invitó a Volio Jiménez —ya despojado de su condición eclesiástica—, para asistir a esa histórica fiesta patriótica. Testigo del júbilo popular, el costarricense escuchó el concierto nocturno ofrecido por los cien filarmónicos de la Unión Musical Metropolitana––fundada y dirigida por el maestro Macario Carrillo Salazar––en la Plaza Jerez. En seguida, admiró la proyección cinematográfica sobre Espartaco, el capitán de los esclavos gladiadores que en la antigua Roma se sublevaron y murieron por su ideal libertario.

La mañana del día siguiente, don Jorge Volio Jiménez visitó el Parque Jerez y un lustrador, al ofrecerle sus servicios, le llamó ¡General! Intrigado por la espontaneidad con que ingenuamente creía haber sido reconocido, preguntó al muchacho:

—¿Cómo sabía usted que yo era general?

—Es que aquí —oyó esta inesperada respuesta— a cualquier hijuep… le llamamos general.

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