I
EL CODIRECTOR del Instituto Nicaragüense de Cultura me solicitó escribir sobre Ana Ilce Gómez con motivo de la nueva Sala de lectores de la Biblioteca Nacional Rubén Darío que llevará su nombre y será inaugurada el martes 28 de octubre de este año. Fácil me resulta cumplir con este mandato, ya que fui uno de los más próximos testigos de su agónica errancia por el mundo. Porque solo ha de triunfar la zarpa y el dentellazo puro de la muerte —aseguró ella en “Letra viva”—, pero también en ese texto revelaba su opción vital. A mí denme reposo, el osco sello de mujer que sostenga la poronga de agua nueva y recién hecha.
En efecto, novedosa e intensa ya era Ana Ilce a sus 21 años, cuando Roberto Cuadra y yo, sus compañeros generacionales, la promovimos e impulsamos en Novedades Cultural. Del 25 de julio y del 10 de octubre de 1975 datan, respectivamente, nuestras notas laudatorias. En la mía afirmé que su sorprende aparición opacaba para siempre a todas las insignes pedorras liricoides que le precedían constituyendo Legión. Desde entonces me enamoré de Ana Ilce. Mas ella restringió nuestra relación a la de hermano fraternal. Luego la escogí —junto a Michèle Najlis, otra sorprendente voz que se le anticipó públicamente— para representar a la mujer en la antología canónica que compilé y anoté a mis 25 años. Entonces Ana Ilce no había publicado aún poemario alguno, aunque se ejercitaba en el oficio poético sin prisa ni pausa y disponía del legítimo padrinazgo de Pablo Antonio Cuadra (1912-2002) y de la admiración del vitriólogo Beltrán Morales (1945-1986). Para Beltrán, Ana Ilce desplegaba “no sin gritos ni estridencia, una conciencia artesanal que alcanzaba una verdadera igualdad en la jerarquía de los sexos. Ulcerada por la pasión de la palabra, establecía un justo balance entre el corazón y la inteligencia”.
Posteriormente, Ana Ilce tuvo no pocos exégetas de su poesía. Sin embargo, no cabrían en esta recordación personal referirnos a ellos. El poema “Máscaras del insomnio” es uno de sus más significativos. Dicen sus últimos versos: Toda mi vida anticipada. / Mis angustias sobre la rueda infinita de la existencia. / Mi amor y mi dolor. / Toda la brevedad convertida en eternidad. / A través de esta larga y recurrente noche / de insomnio. Pero uno de los cuatro antologados en mi Poesía joven nicaragüense: 1960-1970 (Managua, Tipografía Asel, 1971. 94 p.) era uno de mis predilectos dada la glorificación de la unidad amorosa e indisoluble con sus progenitores: Padre y Madre, llenan el pueblo. Lo demás / sobra. Lo demás no hace falta para afianzar / remates de esta casa. / Si madre con ademán de lince preside mis más / escondidos pensamientos, / si padre llámame a la mesa y yo / como volviendo de otras puertas me acerco / y beso / los pliegues infinitos de sus años; / y si estamos los tres / regocijados uno contra el otro / y a horcajadas del tiempo / aguámosle fiestas a la tuerce, / entonces, / nada hace falta ni sobra / porque ya nuestro amor está completo. II
Nacida en el barrio de Monimbó, Masaya, el 28 de octubre de 1944, publicó su primer poema en La Prensa Literaria, difundido por Pablo Antonio Cuadra, el 7 de septiembre de 1964. Hizo la primaria en el Colegio Santa Teresita, de las Oblatas del Divino Amor, y el bachillerato en el Instituto Nacional “Manuel Coronel Matus”; luego cursó estudios de periodismo en Managua, graduándose de licenciada. “¿Quiénes fueron los poetas que te formaron cuando empezaste a escribir, los que más te llegaron y te dieron un camino a seguir?” —le preguntaría Sergio Ramírez en una entrevista. Ella contestó: “Jorge Eduardo, Juan Aburto, Roberto Cuadra… Básicamente ellos, después hubo otros, fueron los que más me ayudaron, prestándome libros. Yo les enseñaba mis poemas, me los corregían o me decían: esto está bien, esto no”.
Laboró en empresas publicitarias y financieras, especialmente en el Banco Nacional; pasó al Banco Central donde fue directora de su biblioteca y en los años 80, como delegada de la Asociación Sandinista de Trabajadores de la Cultura, viajó en misiones culturales ––congresos, intercambios, recitales–– a la Unión Soviética, México, Cuba y Centroamérica. Posteriormente, visitaría EE.UU., Perú, España y Venezuela. A iniciativa de Sergio y mía, fue incorporada como miembro de número a la Academia Nicaragüense de la Lengua. Julio Valle-Castillo contestaría su discurso de rigor el 12 de julio de 2016, enumerando su temario: abismo, adioses, rencores tiernos, testamento de amor, racimo de espadas, luz y ceguedad, entre otros motivos de su poética parca. Cuando le informaron de manera extraoficial su admisión en el cenáculo letrado, ella recibió la noticia con asombro —consigna Elena Ramos. “Mi actitud interior fue la de no aceptación, por mi naturaleza un poco retraída y silvestre.” No obstante, aceptaría el honor desde su responsabilidad de escritora, ya que constituía no solo un reconocimiento a su obra poética, sino a las de sus compañeras generacionales.
Como madre, tuvo dos hijos: Marco Antonio y Valeria. Falleció en su ciudad natal el 1ro de noviembre de 2017. Dos poemarios dio a luz: Las ceremonias del silencio (Managua, El Pez y la Serpiente, 1975), ampliado en una segunda edición (1989, 168 p.) de la editorial Vanguardia; y Poemas de lo humano cotidiano (2004, 87 p.), galardonado con el Premio “Mariana Sansón de Argüello” que organizaba ANIDE (Asociación Nicaragüense de Escritoras). En su poema “Ama del día” enumeraba a sus antecesoras: Yo soy la suma de todas ustedes, / mujeres encerradas en la Biblia / con sus sencillas o cruciales historias. / La suma de todas las que andan / sueltas por el mundo / haciéndolo más claro o más liviano. / De ustedes vengo. De las fuertes, / las vírgenes, las grávidas, / las que pagaron caro, las esclavas. / Vengo de la caracola convertida a través / de los siglos en doncella, / de la piedra estrujada que luego devino / en cuerpo de alfarera [...] Yo soy la suma de todas ustedes / hilanderas, amantes, agoreras, / de la historia de ustedes nace / el río inacabable de mi pelo, / por ustedes canto y oficio / la liturgia estremecida del poema, / sabias mujeres que me sucederán luego / descabelladas / tercas / increíbles mujeres / amas absolutas de las cenizas / y del fuego.
Presente en numerosas antologías de poesía nicaragüense, publicadas tanto dentro como fuera del país, fue la única mujer incluida en Poets of Nicaragua (1982) de Steven White y representó a su patria en la obra Cumbre Poética Hispanoamericana (Salamanca, 2005) de Alfredo Pérez Alencart. Pompeyo del Valle asistía por Honduras, Orestes Nieto por Panamá, Julieta Dobles por Costa Rica y David Escobar Galindo por El Salvador. Toda la crítica coincidió en que Ana Ilce poseía la mayor sustancia lírica de las poetas de su generación. Fueron muchos los reconocimientos a su obra, entre ellos los de José Coronel Urtecho (“Extrae, con excruciante necesidad, de la médula de sus huesos, la creación poética”), Sergio Ramírez (“En su poesía no hay nada gratuito, ni hay palabra que sobre: cada una de ellas está en su sitio con precisión de relojería”) y Jorge Eduardo Arellano (“Definió claramente su calidad de mujer, absteniéndose de alzar la bandera feminista, la insignia del erotismo y el estandarte revolucionario, resultando siempre tersa y diestra, pulcra y plena”).
En resumen, su escritura en verso y prosa (pues también cultivó el prosema) alcanzó la categoría de perdurable. Su antología, aparecida en Madrid, se titula Poesía reunida (2018), con introducción de Sergio Ramírez.
III
Dos homenajes mereció Ana Ilce en vida: uno en la serie del Festival Internacional de Poesía de Granada: El autor y su obra (noviembre, 2010) y el otro consistente en un dossier de la revista El Hilo Azul (verano, 2014). Ya fallecida, El Nuevo Diario le dedicó el domingo 5 de noviembre de 2017 un excelente suplemento especial, coordinado por Matilde Córdoba, y diseñado por Katherin Ballesteros. Erick Aguirre, Víctor Ruiz y el suscrito contribuimos al análisis de su poesía y Daisy Zamora se sumó a la convocatoria ejemplificando la condición heroica y subalterna de la mujer inherente a varios poemas de Ana Ilce. Pero ella en realidad no se había empeñado en formular un sistemático discurso feminista y carecía de justificación alguna para declararse víctima traumatizada del maltrato machista. Por eso, no podía ser incluida en Mujer y poesía / Antología poética contra la violencia a la mujer (2013). En dicha antología sí figura Daisy Zamora, quien define al marido arquetípico de sus amigas con estos 29 adjetivos: “parrandero, mujeriego, jugador, pendenciero, gritón, violento, penqueador, lunático, raro, algo anormal, neurótico, temático, de plano insoportable, dundeco, mortalmente aburrido, bruto, insensible, desaseado, ególatra, ambicioso, desleal, politiquero, ladrón, traidor, mentiroso, violador de las hijas, verdugo de los hijos, emperador de la casa, tirano en todas partes; pero ellas se aguantaron / y solo Dios que está allá arriba sabe lo que sufrieron”.
Por otro lado, no podía faltar entre sus exégetas Roberto Cuadra, su descubridor y primer maestro cuando ambos estudiaban en la Escuela de Periodismo. Su juicio póstumo fue el siguiente: “Cómo hubiera querido asistir al entierro de nuestra Ana Ilce. Cada vez que tengo chance de leer alguno de sus trabajos, descubro que esta mujer se alejó de toda timidez mojigata y pueblerina, entregando desnuda su verbo limpio para dar paso al lacerante descubrimiento y al lamentable hecho de vivir. De sonreír, de libar tragos con sus amigos, de retirarse a su aposento en su casa de Monimbó y tal como una Penélope huraña, dolida y recelosa, tejer, hebra por hebra, hasta convertirlas en palabras para dar cuerpo y forma a textos poéticos que revelaron, para nuestro deleite y asombro, una poesía tremenda, remendada con sencillez de artesana y convertirla con su verbo inigualable en estupenda orfebrería poética. Y ¡claro! me duele mucho su muerte”.
En fin, Ana Ilce nunca ostentó ningún rasgo de prepotencia, de frivolidad o de diva. No envidiaba, como Gioconda Belli, las piernas de Cindy Crawford y el furor sexual se halla ausencia en su obra. Motivaciones profundas supo desplegar y resolver como muy pocas poetas hispanoamericanas, entre ellas la argentina Alejandra Pizarnik (1936-1972), a quien superaría por su impecable factura y esencia lírica.
No está de más agregar que, a raíz de la muerte de Ana Ilce, una bloguera de cuyo nombre no quiero acordarme, sostuvo una afirmación errónea: que la aparición de ella “causó tanto espanto” a los letrados de los años 60 “que no soportaron ver a una mujer surgir como poeta”. Pero ignora que fueron hombres quienes la promovimos y admiramos su sorprendente calidad. Por suerte, Isolda Rodríguez Rosales le aclaró este irrefutable hecho histórico, puntualizando además: “Ana Ilce nunca se proclamó feminista, en cualquier connotación que se le quiera dar al término. Más bien las poetas mujeres le dieron la espalda, porque ella era superior en todo sentido y con su sencillez dejó un ejemplo digno de tomarse en cuenta”.
La bloguera aludida también aprovechó para culpar al gobierno de marginar “la grandeza de esta poeta”. Sin embargo, quienes seguimos el desarrollo de su cáncer terminal sabemos que Rosario, nuestra vicepresidenta de la república, apoyó integralmente a Ana Ilce desde el principio hasta el fin y que siempre —desde muy joven— demostraría su cariño y solidaridad hacia ella.
Roberto Cuadra, Jorge Eduardo Arellano, Ana Ilce Gómez, Juan Aburto y Beltrán Morales
(Galería Praxis, Managua, 1965).